Me
gustaba ver salir el humo de mi boca. Quizás era la única razón por la que
fumaba. Y porque la nicotina era la que decidía calmar mis nervios. Me gustaba
abrir la boca y dejar salir el humo a su aire, ver como elegía su camino sin
que le importara nada más que su propio capricho.
Estaba
en un punto de relajación en el que lo único que te diferenciaba en ese momento
de un ser inerte, es de que sabías que existías.
Eché un
vistazo al cielo; ni una nube, ni una ráfaga de viento que quizás evitaría un
sentimiento de agobio y sofoco. Bécquer decía que mientras hubiera primavera,
habría poesía y quizás fuera verdad. Era la época en que Hari sonreía más al
ver a los polluelos exigir comida a su madre, en el que recogía flores para que
Jenn le hiciera una corona con ellas, en el que podía empezar a llevar su
vestido favorito del mundo mundial, que aunque era demasiado colorido para mi
gusto, a ella le quedaba precioso. Y su sonrisa era poesía, así que quizás, sí
que estuviera de acuerdo con el viejo Bécquer.
Estaba
en tal punto de relajación que no oí la puerta corredera de la casa abrirse.
Fue cuando la pequeña me habló desde la lejanía del jardín.
-Papá...-me
llamo con voz cansada.
Me puse
en tensión, saqué el humo por la boca con rapidez y lancé el cigarro a medio
empezar al jardín del vecino.
Cuando
Hari apareció a mi lado, esperé a que mi olor a humo no me delatase esta vez.
Jenn era un tanto estricta con que no fumara delante de nuestra hija. Cuando le
respondía con los ojos en blanco las primeras veces en que me mandaba que no
quería humo delante de la chiquilla, me argumentaba que los niños de cinco años
imitaban el comportamiento de sus mayores. Y al final, acabé por aceptar su
condición. Al fin y al cabo, tenía razón.
-Dime,
¿has acabado ya el dibujo?-le pregunté mientras le daba la vuelta y la metía
dentro de casa, rezando para que no le hubiera dado tiempo a oler el aire que
había dejado el cigarro.
-Es
que no me sale…
Su voz
era una mezcla entre tristeza, desesperación y decepción.
Cuando
entramos a dentro, me dirigí a la mesa del comedor donde restos de goma
ensuciaban el boceto-cosa que detestaba por el estrés que me producía- y algún
que otro lápiz con la punta casi agotada.
-A
ver…-la cogí por debajo de las axilas y la senté en mi regazo, justo después de
yo sentarme en la silla.
El
caballo (o “pony” como a ella le gustaba llamarlo) que había empezado a hacer
estaba desproporcionado por la cabeza y las patas, pero no estaba nada mal para
la edad que tenía. O quizás era sólo la visión del papel de padre.
-Hari,
el dibujo está muy bien. No nacemos enseñados.
Agarré
el lápiz y se lo acerqué a la cara.
-Pero
si no le haces punta, aunque dibujes perfectamente, te va a salir un churro
patatero.
Soltó
una carcajada dulce y aproveché para meterle la punta dentro de la nariz, y
ella me respondió con un quejido divertido. Después de afilarlo con ganas,
exagerando mucho mis movimientos para que ella tomara nota, coloqué mi mano
estratégicamente sobre la suya, y le fui guiando encima del lienzo. Ella se
sentía orgullosa de estar perfeccionando ese pony, y yo feliz de que creyera
que aunque, no fuera verdad del todo, se estaba superando.
Mientras,
podía sentir la mirada divertida de Jenn desde la cocina, mientras el olor a
pasta rellena iba creciendo e inundando toda la casa.
Cuando
el boceto principal del caballo estuvo acabado, la dejé sola para que lo
pintara y yo me dirigí a la cocina americana y abierta que se encontraba en el
mismo comedor. Había que reconocerlo: mi casa era preciosa. Moderna como yo
quería, y sencilla y con encanto como Jenn pedía. Por suerte, podíamos
permitirnos los caprichos que quisiéramos. Es gracioso y a la vez irónico, como
la vida te prepara desde la niñez a vivir una vida asquerosamente pobre, y
cuando llegas a la madurez, todo eso a lo que te habías acostumbrado a vivir,
no serviría de nada. Aunque por supuesto, lo prefiero así.
Recorrí
la encimera y me coloqué detrás de Jenn, mientras ella se ocupaba de cortar
zanahorias para la ensalada. Le pasé las manos y los brazos por la espalda y la
abracé por la cintura. Le aparté el pelo para dejar su cuello desnudo y se lo
besé. Soltó un quejido vago pero a la vez demostraba como disfrutaba que le
hiciera eso.
-Aquí
no…-murmuró
-Síii…-dije
con tono de niño pequeño.
La silla
donde Hari se sentaba nos daba la espalda, y estaba demasiada concentrada en su
dibujo como para oír algo. Aunque sabía perfectamente que nada pasaría en ese
momento, me gustaba provocarla sin razón aparente, porque me resultaba
gracioso. Aunque inconscientemente, me provocaba a mí mismo también.
-Huele
que alimenta.
-El
relleno de la pasta es tu favorito.
-No
estoy hablando de la pasta.
E
inspiré su aroma, que en años, no había cambiado.
Sacudió
la cabeza y puso los ojos en blanco. Le di un beso corto y me separé de su
cuerpo no sin antes cogerle un trozo cortado de zanahoria y comérmelo.
-¿Comemos
en el jardín?-pregunté
-¡SÍ!-gritó
Hari como si le acabaran de dar una carga eléctrica.
-Pero
si está sucia la mesa de fuera-respondió Jenn
-Da
igual, mama. Se limpia y ya está.
-Claro,
¿la limpias tú o la limpia tu padre?-preguntó divertida, con una ceja
levantada.
-Hari-respondí
señalándola.
-Papá-respondió
ella al mismo tiempo, señalándome también.
-¿Qué?
¿Cómo que “papá”?-pregunté fingiendo estar ofendido.
La hora
de la siesta era mi favorita de todas. El sofá se convertía en un horno
agradable en el que cada uno tenía su puesto asignado: yo me quedaba en un
extremo, Jenn apoyaba la cabeza en mis piernas y Hari en las suyas. Sus
respiraciones se habían acompasado al dormirse y mis párpados empezaban a pesar
más de lo normal. No aguantaría despierto mucho más.
Fue el
ruido del móvil que me hizo despertarme, y a la vez, informarme de que me había
quedado dormido. No era mi teléfono, claramente. Jenn se quejó y se incorporó
cuidadosamente, intentando molestar lo menos posible a Hari, que seguía
durmiendo. Cuando pasó por frente mío, cerré los ojos y me hice el dormido,
pero los volví a abrir cuando volteó el sofá y buscó su móvil.
Desde el
reflejo de la pantalla de la televisión la veía rebuscar en su bolso.
-¿Diga?
-…
-Sí,
puedo hablar, dime.
-…
El de
detrás de la línea habló durante unos minutos y podía notar como la cara de
Jenn se volvía más cansada y desanimada. Se restregaba los ojos con la palma de
la mano y se acabó sentando en una silla de la mesa del comedor.
-¿Sólo
son esos cuatro días?
-…
Lanzó
una mirada de tristeza al sofá, y aunque no nos podía ver, su rostro reflejaba
añoranza. Habló despacio y sin ganas.
-No,
no es eso. Simplemente… que hace menos de una semana que he vuelto de una
exposición en Holanda y ya tengo que irme a otra.
-…
-Lo
sé, pero mi familia no tiene por qué pagar los contras de mis sueños.
-…
-Lo
sé. Sí.
-…
-Vale,
allí estaré. Gracias.
No dejó
tiempo para que se despidiera el otro cuando colgó. Dejó el móvil en la mesa y
soltó un largo suspiro.
No dije
nada, no me moví. Me mantuve estirado en la misma posición incluso después de
que ella saliera por la puerta de casa y cogiera el coche, con el ronroneo del
motor alejándose calle abajo como forma de despido inexistente.
Después
de cenar y ordenar la compra que Jenn había traído, seguía sin decir nada al
respecto de esa llamada. No quería presionarla porque conocía la dificultad que
tenía al darnos las noticias relacionadas con viajes de trabajo. Sabía que se
encontraba entre la espada y la pared cuando su familia y su trabajo de ensueño
chocaban. Y aunque fuera difícil para mí y para Hari, no verla durante días, me
alegraba y me sentía orgulloso por ella; y se lo repetía siempre que se
derrumbaba al decírnoslo.
Entramos
juntos en nuestra habitación, mientras ella se ocupaba de ponerse el pijama y
traerme uno limpio a mí, yo desplegaba las sábanas y sacaba los cojines.
-Hoy
me ha llamado Raúl.
-¿Sí?
¿Cuándo?
-Estabais
durmiendo.
Me
hablaba de espaldas mientras se decidía por mi pijama negro o el azul. O
quizás, simplemente perdía tiempo para evitar mirarme a la cara.
-Y…
¿qué te ha dicho?
-Hay
una exposición en Londres. El museo está interesado en los trabajos que hice en
blanco y negro.
-¿El
de “soupir”?-suspiro en francés-.
-Sí.
-Esas
fotos fueron espectaculares. ¿Quién diría que las arrugas de unos viejos darían
tanto juego?- dije, para hacerle saber de que estaba totalmente de acuerdo con
que aceptara el trabajo.
Se dio
la vuelta con mi pantalón negro y sus ojos me hicieron saber de que no estaba preguntas
irónicas.
-No
hace ni cinco días que he vuelto y ya tengo que volver a irme. Y… no puedo
evitar sentir que me estoy perdiendo la vida con mi familia. Soy una madre
antes que una fotógrafa.
Paré de
sacarme la camiseta y la miré. Lentamente, me la acabé de sacar por encima de
la cabeza.
-¿Te
hace ilusión ir?
-Claro
que me hace ilusión. Londres es una de las ciudades más ricas en cultura
fotográfica.
-Entonces
no tienes por qué preocuparte de estar saltándote nada en tu vida. Tu sueño
siempre ha sido dedicarte a este arte, y mientras lo estés consiguiendo, te aseguro
que ni Hari ni a mí nos va a doler decirte adiós con la mano de entre los
cristales del aeropuerto.
Esta
vez, fue ella quien paró de ponerse su pijama quedándose en ropa interior y me
miró a los ojos. Se quedó en silencio durante unos segundos.
-¿Por
qué siempre encuentras las palabras perfectas cuando me siento mal con lo que
hago?
Sonreí
por lo bajo y cuando iba a dar una respuesta irónica halagando mis años de
práctica con ella, sus labios atraparon los míos. Había recorrido el colchón
con las rodillas en un momento y ahora sus brazos envolvían mi cuello. Pensé en
que sería uno de esos besos cortos y reconfortantes, pero esa idea se esfumó cuando
la duración de contacto traspasó los límites, y sabía por dónde quería ir.
Su
lengua jugaba con la mía, y el beso que había empezado dulcemente, se volvía
más fiero cada segundo que pasaba. Su mano repasó cada centímetro de mi pecho y
luego de mi abdomen, su piel era suave y cálida, como el hogar que ni ella ni
yo nunca tuvimos.
Pasé mis
manos por su espalda y luego por sus nalgas. Se las agarré y la acerqué a mi
cuerpo que se había encendido como si de una chispa se tratase. Mientras ella
se encargaba del botón escurridizo de mi tejano negro, yo me ocupaba de su
cuello y sus debilidades.
Cuando
consiguió separar el botón, la empujé contra el colchón y me tiré encima,
aguantando mi peso con mis brazos a ambos lados de su cabeza.
-En
catorce años que llevamos juntos no has dejado de ponerme en ningún momento-me
comentó aceleradamente mientras me hacía estremecerme.
-Adoro
cuando hablas guarro conmigo-le dije sonriendo en su boca.
Me
pellizcó con cariño en el interior de mi brazo con el que estaba ocupándose en
ese momento y volvió a besarme.